Fracking es una palabra maldita. Está tan demonizada que las petroleras la borraron de su vocabulario y prefieren hablar de “estimulación hidráulica”. Esta práctica no es nueva en la provincia: se fracturan pozos desde los ‘70. Las posturas ambientalistas apocalípticas, a veces disfrazadas y muchas con preocupación legítima, se encargaron de que el fracking sea el gran miedo cotidiano. Se edificaron sobre premisas falsas, o por lo menos discutibles. Una de las más alarmantes dice que se envenenan las napas de agua potable. En Neuquén los acuíferos aptos para el consumo están separados a tres kilómetros de Vaca Muerta. Si una empresa pudiera hacer una fractura de tal magnitud, haría el negocio del siglo. Sí puede haber problemas si el pozo no está perforado, cementado y aislado con cañerías como se debe. Pero eso puede suceder con cualquier perforación. En cambio, el flowback que devuelve el pozo cuando se termina de estimular es uno de los factores críticos que debe controlar el Estado. También habría que establecer las zonas de exclusión y reducir los impactos. Las pocas experiencias de debate en Neuquén fracasaron. El Gobierno y las petroleras fallaron en la comunicación y a los anti-fracking no les interesa salir de su posición, en general basada en propaganda efectista sin sustento científico. Hoy las prácticas ambientales y de seguridad de las empresas petroleras no tienen nada que ver con las de 20 años atrás, avanzaron mucho. Pero hay que exigir leyes y controles más estrictos, tanto para el fracking como para los yacimientos tradicionales, porque la mayoría de los incidentes ambientales actuales proviene de viejas instalaciones y el pasivo data de décadas. El tema es demasiado complejo como para abarcarlo en esta columna. Detrás de todo negocio multimillonario hay muchos intereses en juego. Nadie es tan bueno ni tan malo.