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DEBATE
Pagni: "Un largo paso hacia la barbarie". Grondona: "El caso Fayt, situación límite"
14/05/2015

Un largo paso hacia la barbarie

La Nación

Por Carlos Pagni.

La página que está escribiendo Cristina Kirchner con su ataque a Carlos Fayt será una de las más tenebrosas de su biografía política. Por orden suya, los diputados oficialistas han echado mano de un trámite típico de los gobiernos totalitarios: crear una comisión especial para someter a un ciudadano a un juicio arbitrario.

Esta aberración está disimulada por un malentendido basado en dos detalles. Como la comisión es la de Juicio Político de Diputados y como Fayt es juez de la Corte, el mecanismo tiene la apariencia de un proceso regular. O, si se quiere, opinable.

Pero la Constitución no otorga al Congreso las facultades que pretenden para sí los diputados que proponen la pesquisa sobre Fayt.

Los límites del Poder Legislativo para investigar a un magistrado están fijados, además, en el reglamento de la Cámara y de la comisión. Ninguna de esas normas contempla que los legisladores puedan iniciar investigaciones sin una acusación formal objetiva. Y tampoco prevén que puedan llevar adelante operaciones compulsivas, que requieren una orden judicial.

El hecho de que Fayt sea juez disimula la gravedad de lo que está sucediendo. Fayt es, antes que ministro de la Corte, un ciudadano. Y como ciudadano está siendo sometido al arbitrio de un grupo de legisladores que aprovechan su pertenencia a una comisión parlamentaria para, excediendo sus atribuciones, obligarlo a un examen psicofísico. Con brutal sinceridad, la diputada María del Carmen Bianchi confesó hace una semana que ese examen se debe a los "rumores que circulan sobre el estado de salud" de Fayt.

Cristina Kirchner y sus diputados constituyeron la Comisión de Juicio Político en una comisión especial para investigar a un ciudadano. Establecieron de ese modo un antecedente gravísimo, ya que el método que hoy padece Fayt podría ser aplicado en cualquier momento a cualquier otra persona. Es decir: a partir de ahora, el estado psicofísico de cualquier argentino podría ser indagado por la mayoría de una comisión parlamentaria. También la Presidenta. O los legisladores que impulsan estas medidas. Es posible que si un día pierden la mayoría en el Congreso ellos mismos lamenten el largo paso que están dando hacia la barbarie.

En su condición de abogada exitosa, la señora de Kirchner debería conocer el artículo 18 de la Constitución. Es el que establece las garantías en que se fundan la ley y el procedimiento penal. Entre otras, la siguiente: ningún habitante de la Nación puede ser juzgado por comisiones especiales.

Con esta nueva agresión al Estado de Derecho, la Presidenta y sus seguidores vuelven a vincularse con la peor tradición autoritaria. La experiencia internacional está plagada de este tipo de perversiones. Desde los juicios-farsa del estalinismo hasta las persecuciones del senador Joseph McCarthy en el Congreso de los Estados Unidos.

El hostigamiento al ciudadano Fayt a través de una comisión parlamentaria es un homenaje que el peronismo del siglo XXI dirige al de los años 40 y 50. En 1949, Juan Perón ordenó crear la Comisión Visca, que debió su nombre a su presidente, el diputado José Emilio Visca. Con la excusa de investigar denuncias opositoras sobre torturas, ese comité se dedicó a allanar o cerrar diarios críticos con las excusas más descabelladas.

Hay otros espejos desagradables en los que el kirchnerismo deberá mirarse al incurrir en estas prácticas. Uno de ellos es el de la última dictadura. En 1981, Roberto Viola, el segundo presidente del gobierno militar, comenzó a planear una salida institucional. Se constituyó una comisión multipartidaria para organizar elecciones legislativas y se previó que el presidente dependería, en adelante, del Congreso. Cuando el jefe del Ejército, Leopoldo Galtieri, advirtió ese movimiento, ordenó someter a Viola a una junta médica integrada por oficiales de la fuerza. Ese equipo debería determinar los supuestos estragos que el alcohol y el cigarrillo habían producido en la salud de Viola. El 21 de noviembre de aquel año, Viola fue declarado enfermo. Lo reemplazó Galtieri. El paso siguiente para garantizar la continuidad del régimen fue la invasión de Malvinas. Viola murió recién el 30 de septiembre de 1994.

En su afán por mantener el poder y controlar la Justicia más allá de diciembre, al kirchnerismo se le van cayendo las últimas máscaras. Despojado de pruritos, deja al desnudo el autoritarismo más engañoso: el que se esconde tras el ritual de la democracia.

El caso Fayt, situación límite

La Nación

Por Mariano Grondona.

Decían los antiguos: "La corrupción de lo óptimo es lo pésimo". Es decir, hay situaciones en las que no se admiten los juicios tibios o las alternativas intermedias, sino que nos obligan a pronunciarnos totalmente en contra o totalmente a favor de los cuernos de un dilema. ¿Configura el llamado caso Fayt una de estas situaciones? Con sus 97 años, el doctor Carlos Fayt pasó de golpe de ser considerado uno de nuestros jueces más prestigiosos, si no el más prestigioso, a ser impugnado por el Gobierno en razón de su edad, por presuntamente inhábil para el cargo.

Este apresurado giro es, por lo pronto, sospechoso. La Constitución no impone un límite a la edad de los jueces. Se presupone, al contrario, que son los propios jueces los que deberían estimar si están o no están en condiciones de seguir cumpliendo con su tarea. Si el propio juez Fayt estima que puede seguir trabajando, ¿quién se atrevería a desmentirlo? ¿Quién se animaría a contradecirlo?

La sospecha que se abre en este punto es reforzada por la evidencia de que la voluntad de Fayt parece interponerse frente a la intención del Gobierno de dominar la Corte, y a través del caso Fayt, de avasallar el principio republicano de la división de los poderes, que es la clave de nuestra organización institucional.

Si éste es el caso, podríamos hallarnos frente a una situación límite donde el principio de la división de los poderes estaría en riesgo de ser vulnerado. Ante un peligro como éste, el espíritu republicano debería ser reafirmado por todos con urgencia, en defensa de nuestro espíritu constitucional.

Hay dos impulsos que se contradicen. Uno es el impulso elemental del poder a dominarlo todo sin freno, cortapisas ni controles, en nombre de la soberanía. Éste es el principio totalitario, "total", sin atenuantes, que acecha como una tentación detrás de todo poder, sea antiguo o nuevo. El otro es el anhelo de controlar al poder dentro de ciertos límites que dejen espacio a la libertad de los ciudadanos.

El equilibrio republicano de los poderes resultaría, así, de la acción contradictoria entre dos fuerzas en tensión, una sin límites y otra destinada a moderarla, una que querría acelerar y otra cuyo objeto sería frenar la peligrosa energía del poder, que si se extinguiera daría lugar a la anarquía, y si se extralimitara caería en abuso y, finalmente, en tiranía. La república sería, en este sentido, un delicado término medio entre aquellos dos extremos inaceptables.

Cuando el equilibrio republicano lleva un largo tiempo cultivándose, madurando, puede confiarse en su solidez como en una costumbre, como en una virtud sostenida por un acendrado hábito social. Pero ¿ha sido éste nuestro caso? ¿Se ha instalado entre nosotros, a estas alturas de los acontecimientos, una verdadera vocación republicana? Tenemos, a lo mejor, una vocación republicana, pero ella es al mismo tiempo frágil, inconsistente, quizá precaria. Queremos ser republicanos. Nuestra declaración de voluntad, en este sentido, parece existir. Pero ¿lo somos ya, definitivamente?

Aquí interviene, sorpresivamente, un factor que podríamos denominar "la tradición". Los sistemas a los que admiramos no surgieron de la nada. Surgieron, más bien, de largas dificultades, de bruscos fracasos. Respondían a improvisaciones y a contradicciones, hasta que cuajaron en formas relativamente sostenidas. La ingeniería social es una obra trabajosa. La construcción de nuestros hábitos ha llevado tiempo. Mucho tiempo. Quizá demasiado.

Aquí habría que ajustar una impresión. ¿Los argentinos tenemos que seguir pensándonos como una nación joven? ¿O ya no lo somos? ¿Hemos madurado lo suficiente como para considerarnos una nación adulta? ¿Cuánto, en todo caso, hemos aprendido? ¿Qué es lo que nos ha enseñado la historia?

Aquí interviene otra pregunta: los argentinos, ¿vinimos solos al mundo o deberíamos pensarnos junto a los latinoamericanos? ¿Hay una fuerza telúrica, cuyo nombre es América latina, que nos excede? Francia es Francia, pero también Europa. Es parte de algo, pero el mismo tiempo es algo aparte.

La Argentina ya no es tan joven. Pero quizás está en el umbral de aquella edad en la que se definen las vocaciones. El nuestro tendría que ser, por lo pronto, un destino propio, irrenunciable. ¿En cierta forma una misión? Una misión de la cual podríamos decir que sería irrenunciablemente "nuestra". Nuestra por latinoamericanos y por argentinos.


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