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ANÁLISIS
Experto: la empresa privada minera que Chile necesita
17/03/2016

La empresa privada que Chile necesita

El Libero

Alfredo Enrione*

Hace unas semanas cumplí 50 años. El cambio de década, especialmente la del medio siglo, invita a mirar atrás, evaluar y dar gracias. En este sentido veo con gratitud lo que la vida me ha dado y cómo mi propia historia ha estado estrechamente ligada a la de mi propio país.

Cuando era niño, Chile era un país muy pobre. Casi la mitad de la población estaba bajo la línea de pobreza y era muy común ver personas descalzas en la calle. La desnutrición era una realidad punzante y las expectativas de vida estaban muy por detrás de los países desarrollados, incluso a larga distancia de países vecinos como Argentina o Uruguay.

Hoy, la pobreza se ha reducido en un 80 por ciento. Ya no hay gente descalza. La desnutrición prácticamente desapareció y nuestra expectativa de vida al nacer supera la de Argentina e incluso la del propio EE.UU.

Curiosamente, y a pesar de este enorme progreso material, parecería que los chilenos están descontentos. Es más, en las últimas tres elecciones presidenciales los elegidos han sido quienes han esgrimido con más fuerza la promesa del cambio. Impuestos, educación y constitución, son sólo algunos ejemplos

Desde mi punto de vista, hay desafíos nacionales pendientes que explican esta paradoja entre progreso material y descontento social.

El primer desafío es mejorar el funcionamiento y prestigio de las instituciones. Economistas, sociólogos y cientistas políticos han demostrado una y otra vez que la calidad de las instituciones es fundamental para el desarrollo económico y social. En particular cuando se alcanzan los 20 mil dólares de ingreso per cápita. Antes que eso, para crecer puede bastar una racha de buenos precios de sus productos de exportación, una política macro económica acertada o ser parte de una región rica del planeta.

A partir de ese punto la correlación entre instituciones y desarrollo es muy estrecha. En este sentido, si algo está claro en Chile es que las instituciones no estaban lo bien que pensábamos. Que vivamos casi medio año sin Contraloría. Que se acepte la posibilidad de “anular” leyes, sin más. Que un fiscal y un periodista, con sólo filtrar “selectivamente” información confidencial, puedan destruir las carreras políticas de quienes elijan. Los ejemplos abundan de que las instituciones requieren reforzamiento.

El  segundo desafío guarda relación con la calidad y densidad del tejido social. Nuevamente, las investigaciones demuestran que el progreso económico impacta positivamente las dimensiones del progreso social. Los países, en la medida que crecen, mejoran, por ejemplo, sus índices de salud, alcoholismo o criminalidad. Sin embargo una vez alcanzados los 15 mil dólares per cápita ya no es la simple riqueza la que explica las mejoras. Entra entonces a jugar la calidad y densidad del tejido social.

¿En qué medida estamos interconectados y compartimos espacios de la vida pública? Chile, por ejemplo, exhibe altos niveles de desigualdad de ingresos y de oportunidades. Al mismo tiempo, los chilenos tenemos grados bajísimos de participación en organizaciones intermedias. Menos de un cinco por ciento de la población interactúa con sus pares en organizaciones vecinales, culturales, educacionales, ambientalistas, de consumidores, de caridad o incluso de partidos políticos. Vivimos aislados y no nos encontramos. El mismo diseño de las ciudades contribuye a que nuestros hijos crezcan en micro guetos cuidadosamente segmentados por nivel de ingresos.

El tercer desafío es mejorar el nivel de confianza. Una vez más, las ciencias sociales demuestran que el progreso económico y las confianzas van de la mano. En la OECD, por ejemplo, los niveles de confianza de los países más ricos son casi el doble de los más pobres (México, Chile y Turquía). En las últimas dos décadas la confianza de los chilenos en la política, en las empresas, en las instituciones y en sus compatriotas ha decaído en forma sostenida. Si en 1990 casi una de cada cuatro personas decía que se podía confiar en la gente, hoy es una de cada nueve.

Mejorar las instituciones, fortalecer el tejido social y recuperar las confianzas son tres desafíos fundamentales para el progreso nacional. Pero nadie puede resolverlos por sí solo. Ni siquiera un gobierno.

Si bien no es el único actor con potencial de mejorar las cosas, quisiera argumentar que la empresa privada tiene un rol al que no puede renunciar. Al respecto, y con la venia del lector, contaré una historia personal que ilustra el potencial de transformación social de las empresas privadas.

A pesar de nacer en Santiago, muy temprano y por motivos familiares nos trasladamos a vivir a la Sexta Región. Mi padre trabajaba en la Braden Copper Company, en lo que hoy, después de la nacionalización, es la División El Teniente de Codelco.

Esta empresa norteamericana llegó a la región a comienzos del siglo XX y pronto descubrió que las reservas eran riquísimas y alcanzarían para más de un siglo. Era importante entonces adoptar una visión de largo plazo.

Como punto de partida, y a diferencia de otras empresas mineras, decidieron que no “importarían” todo el capital humano que necesitaban. Optaron entonces por desarrollar el talento local. De esta forma, la Braden contrató mano de obra de la zona y los capacitó de la mejor forma que podían. Cuando era niño, muchos de estos primeros trabajadores de origen muy modesto, habían alcanzado posiciones en la alta dirección.

Al mismo tiempo, y con una lógica de más largo plazo, la empresa comenzó a entregar becas de estudio para los hijos de todos sus trabajadores. Incluso cubriendo los estudios universitarios. Serían, después de todo, el capital humano con que podrían contar 30 o 40 años después.

Estas becas, junto a la introducción de una verdadera cultura de meritocracia (que resultaba una potente innovación en un mundo agrícola acostumbrado al paternalismo) tuvo un impacto gigantesco en la comunidad.

Mi curso en el colegio era extraordinariamente diverso desde el punto de vista social. Mis compañeros iban desde los hijos de los mineros más humildes hasta los del gerente general de la empresa. Incluso aquellos niños cuyos padres no trabajaban en la empresa minera también se veían beneficiados. Con los recursos disponibles, nuestro colegio, y otros en la ciudad, eran capaces de dar becas a los niños más pobres de la zona.

Una de las cosas que más me impactan, mirando hacia atrás, es que todos quienes estábamos en ese curso teníamos la expectativa, la convicción, la más absoluta certeza de que todos, y quiero decir TODOS nosotros podríamos llegar a la universidad y prosperar en la vida si es que nos esforzábamos al máximo. Sólo dependía de nosotros. Tanto, o más importante, era que nuestros padres, nuestros profesores y la comunidad entera compartía las mismas expectativas y convicciones.

De hecho los únicos símbolos de “status” en el colegio eran las buenas notas, las habilidades deportivas o las dotes pugilísticas cuando llegaba el momento. A nadie le importaba de quién eras hijo.

Hasta ahora nunca había reflexionado sobre el impacto que tuvo la igualdad de oportunidades en las vidas de tanta gente. Por más de un siglo, la Braden Copper Company, y la División El Teniente que la sucedió, cambiaron la vida de miles y miles de personas. Ya en mi niñez, y hoy con mucho más fuerza, era común ver que los hijos de modestos mineros se graduaban de médicos, ingenieros y abogados.

Una sola empresa contribuyó al funcionamiento y prestigio de las instituciones locales. Ayudó a fortalecer el tejido social y desarrollar lazos de confianza a nivel de la comunidad. Tengo la certeza de que esa empresa privada cambió la vida de toda una ciudad

En mi caso, estudié ingeniería y luego me hice profesor universitario. El hijo de una pobre señora que vendía dulces en un carro destartalado a la salida del colegio es hoy un exitoso empresario y el hermano de uno de mis mejores amigos del curso preside una de las empresas más importantes de nuestro país.

Es verdad que el gobierno merece críticas en sus reformas. Sin embargo, la empresa privada debe reconocer que su responsabilidad va más allá de sólo crear valor económico. Los empresarios son potentes actores en el progreso social y deben asumir su rol de construir el país (y las instituciones) que viviremos en los próximos 50 años.

 

Alfredo Enrione, ESE Business School – Universidad de los Andes.

 


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