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ANÁLISIS
Julio Villalonga: López y democracia formal el peligro
21/06/2016

Caso López: el peligro de una democracia formal

LA GACETA MERCANTIL

JULIO VILLALONGA*

La detención en la madrugada de este martes de José López, el ex secretario de Obras Públicas en el ministerio de Planificación que conducía Julio De Vido, mientras intentaba esconder millones de dólares en un monasterio privado de General Rodríguez, es una suerte de síntesis cinematográfica de la gestión del kirchnerismo en el despoder: sucios, feos y malos, podría titularse este guión, como aquella maravillosa película que Ettore Scola filmó en 1976 y cuyo protagonista fue el inefable Nino Manfredi.

El esfuerzo que los ex funcionarios de Cristina Kirchner parecen hacer por estar a la altura de ese título es digna de mejor causa. Si alguien debiera llevar a la ficción la historia de una casta embotada por la corrupción, debería basarse en la historia de los De Vido y los López, y en la de los Jaime, los Schiavi, los Schoklender, los Fatala. Todos de un modo u otro relacionados con el poder y el dinero que les proveyó el cartel de la vía pública.

Lo único que separa al Lava Jato, el proceso judicial iniciado hace ya tres años en Brasil, del proceso de descomposición política de Argentina es la casi absoluta ausencia de actividad de los jueces federales mientras el kirchnerismo estuvo en el poder, salvo excepciones. Muy al final, y a partir de la muerte de Alberto Nisman, un grupo de fiscales comenzó a enfrentar a la ex presidenta pero lo hizo con un fin claramente político, el de limarla para condicionar su capacidad de elegir un candidato que luego fuera competitivo. Cierto es que los fiscales que querían avanzar en sus investigaciones por corrupción se encontraban con jueces que, cuanto menos, tenían fluidos vínculos con el Ejecutivo y cajoneaban las pesquisas. Pero también es verdad que los acusadores y el Poder Judicial en su conjunto no han estado a la altura.

Las denuncias públicas de Elisa Carrió datan de 2008, cuando De Vido y López otorgaban obra pública a destajo. Y, como en casi todo el mundo, el cartel tenía “organizadores” del gobierno de turno como Carlos Wagner, el mandamás de la CAC, pero beneficiarios de todo pelaje y de añejas relaciones con todos los gobiernos, desde Raúl Alfonsín hasta nuestros días. Las similitudes con el caso brasileño se prolongan hasta aquí.

El tiempo es un insumo clave en la administración de justicia. Los grandes estudios de abogados se diferencian del resto por su capacidad para comprar tiempo, a veces años. Y la justicia lenta, se sabe, no es justicia. No para las víctimas de los delitos, sean individuales o colectivas.

Divididas las causas en diferentes juzgados, lo que todos ven es, para jueces y fiscales, un juego de espejos. Aunque ninguna prueba es tal si no está en el expediente, es evidente que las causas por corrupción se convierten bien rápido en laberintos kafkianos en los que operan con ventaja los abogados exitosos de afuera contra oscuros secretarios de juzgados, muchos decentes y algunos cooptados por el poder y el dinero. Y aunque sean pocos, si están bien ubicados estos alfiles valen oro. Por ellos pagan todos los funcionarios del Poder Judicial, el único poder opaco que no permite que ingresen en él las prácticas democráticas y se mantiene, incólume, ajeno a la ley de un ciudadano un voto. El espíritu de cuerpo ha sido aún más fuerte que en las Fuerzas Armadas, que debieron profesionalizarse y dejar a un lado sus pretensiones políticas.

El poder de los jueces reside en su prerrogativa de decidir sobre la libertad de las personas. La peor justicia es aquella que comete una injusticia. Que millones de argentinos se levanten todos los días a trabajar por pocos pesos (uno de cada tres, en negro), y que un día aparezca un ex funcionario tratando de enterrar millones de dólares en un convento, no es un mal chiste. Ni un guión cinematográfico disparatado. Es un drama. Un drama para todos, pero en particular para el sistema democrático, que de este modo es bastardeado hasta el punto de perder legitimidad, el mayor peligro para las transiciones políticas en la región. Cuanto más formal sea una democracia –y las nuestras lo son en enorme medida-, cuanto menos salida le de a los ciudadanos, mayor será la tentación de cortar camino por el populismo o por el fascismo, con o sin militares dispuestos.

* Director de gacetamercantil.com


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