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ANÁLISIS
Botana: Impunidad y condena. Laborda: De Vido, adiós aguantadero
24/06/2016

No basta con condenar la impunidad

LA NACIÓN

NATALIO BOTANA

Mientras la opinión pública se estremece por los escándalos de corrupción y el kirchnerismo ya no sabe cómo ocultar el sistema de enriquecimiento ilícito que implantó en el país, la política está a la espera de un efectivo cambio de rumbo. La palabra "rumbo" no sólo alude a una dirección sino también al sujeto que la encarna; implica, por tanto, un conjunto de medios puestos en ejecución.

En nuestros debates muy pocos discuten los fines deseables a perseguir y todos se interrogan acerca de los medios conducentes a esos objetivos. Sólo el kirchnerismo recalcitrante y algunos sectores de izquierda no firmaron el compromiso para el bicentenario de la Independencia propuesto hace pocos días por la Iglesia Católica en Tucumán. Suscribieron en cambio los 10 puntos estipulados la vicepresidenta Gabriela Michetti, el arco del Justicialismo con Sergio Massa, José Luis Gioja y el peronismo federal, la UCR y Pino Solanas.

Estos auspicios consagraron aspiraciones relevantes: la lucha contra la pobreza, el narcotráfico, las adicciones, la trata de personas, la corrupción y la impunidad; el impulso a la educación, a la generación de empleo, al acceso universal a la salud y al agua potable, al cuidado del ambiente que nos rodea y, en fin, a la cultura del encuentro. Se trata de un primer paso que nos debería llevar de la confrontación a un mínimo de consenso sobre metas comunes. En rigor, si calamos más a fondo, un primer paso fácil de enunciar y extremadamente difícil de activar y mantener en el tiempo.

El riesgo pues no está en la enunciación sino en la praxis y en la herencia de un pasado que, hasta este momento, no produjo acuerdos entre fuerzas dispares. A diferencia de lo que postuló un texto clásico de la teoría política, la Argentina se gobernó más por el accidente y la fuerza que por la reflexión y la experiencia. Y aunque la libre y constante elección de nuestros gobernantes fue la gran novedad que aparejó la instauración democrática de 1983, siguen pendientes los acuerdos nacidos de una reflexión acerca de nuestras carencias y oportunidades.

Sería exagerado pretender que este decálogo contuviese un repertorio completo de propósitos (falta, por ejemplo, una referencia al crucial problema del federalismo, una política de Estado que el Gobierno estaría proponiendo a los gobernadores para avanzar en el complicado trámite de una ley de coparticipación federal), pero, salvadas estas omisiones, convendría destacar el urgente tema de los medios institucionales puestos al servicio de esos propósitos.

La política de los medios en relación con los fines aconsejables de la política es un tema que recorre gran parte del momento fundador de nuestra nación. En los tiempos del Bicentenario que hoy recordamos, la política de los medios más adecuados para consolidar la independencia y darnos una forma de gobierno con cimientos sólidos fue la obsesión de San Martín a lo largo de sus campañas. En la época de la organización nacional, cruzada por el fervor constituyente de 1853, el afán para detectar los medios institucionales propios de una república posible guió el pensamiento de Alberdi.

En estos días, después de soportar los efectos de una visión agonista basada en la enemistad de los contendientes, el acierto para incorporar a las leyes y comportamientos medios eficaces, respaldados por mayorías sólidas, debería provenir de un cambio de mentalidades y de una modificación en el estilo de los partidos.

¿Cómo se debería entender el combate contra la corrupción y la impunidad sin atender a una reforma de la justicia federal capaz de sortear el riesgo de la sospecha, la complicidad o la inoperancia? ¿Cómo se debería entender la lucha contra el narcotráfico sin atender a una política de seguridad pactada entre la Nación y las provincias que tenga en la mira la coordinación entre las fuerzas y la erradicación de las corrupciones que anidan dentro de sus filas?

¿Cómo entender, por otra parte, el acceso a la salud y al agua potable, o el impulso a la educación, sin tomar en cuenta la debilidad fiscal de un Estado que soporta un empleo público superior a los tres millones y medio de agentes y una masa a sostener con impuestos que representa alrededor del 41% del PBI? ¿Cómo entender, en fin, la generación de empleo sin doblegar el flagelo de la inflación y sin promover la inversión de recursos genuinos en un contexto previsible? Podríamos abundar en esta serie de interrogantes que ponen en carne viva una incapacidad práctica para abordar las cosas que perturban nuestra vida y arrojan a la intemperie a millones de conciudadanos.

Acaso se imponga al respecto un cambio de perspectiva. La batalla contra la pobreza debería resultar de varias políticas convergentes y no de una sola y excluyente orientación. Esta última es característica de una política declamatoria; la otra, de retórica menos estridente, es característica de una política coherente que aúna la fortaleza para mantener los objetivos y la disciplina para administrar recursos escasos con sentido universal y no prebendario. De aquí se infiere que una política atenta a los medios institucionales debe enlazar una visión de largo plazo con una adhesión a la eficiencia en la administración de la cosa pública.

El caso de la Justicia a que aludimos en relación con la trama de la corrupción es, en este sentido, ejemplar. La corrupción es un mal y la Justicia, se sabe, es una función del régimen republicano destinada a prevenir su desarrollo y, llegado el caso, sancionarlo. Semejante prevención no existió en la Argentina al menos durante una larga década; por su parte, la sanción y los procesos conducentes estuvieron aletargados por defecto o, acaso, complicidad. Sobre este vacío estallaron las denuncias e investigaciones de los medios de comunicación, mucho más significativas -lo son todavía- que las tareas propias de la administración de justicia.

Éstas son señales de una falla en el sistema de separación de poderes previsto en nuestra Constitución. Si al ruido de los escándalos sucede el silencio e inoperancia de los brazos del Estado, aumentará la desconfianza hacia las instituciones y los sentimientos de ilegitimidad proseguirán erosionando las creencias en torno a la política. No basta, por consiguiente, con condenar la impunidad. Es preciso poner en funcionamiento los engranajes de una ética reformista para disponer de tribunales que, realmente, persigan el delito y logren que la verdad se conozca.

Las verdades que se debaten en la arena pública son diferentes a la verdad que, luego de un debido y eficaz proceso, se pronuncia desde las alturas de la Justicia. Pese a que algunos agentes de un grosero patrimonialismo están detenidos, lo que hoy más resplandece es el torneo entre las verdades en disputa a través de los medios de comunicación. ¿Quién tendrá la última palabra en este trance? Por cierto, deberían tenerla un gobierno con vocación reformista y un Congreso con la aptitud suficiente para modificar por la vía legislativa un régimen político dañado por una mezcla de latrocinio e incuria.

Tal vez sea ésta la prueba más exigente que afrontamos en este nuevo período constitucional: un Congreso dividido que, sin embargo, adquiere la virtud suficiente para afrontar reformas y dar en el blanco con medios institucionales efectivos. Sería un signo maduro para responder al proverbio que dice: "Quien quiere los fines quiere los medios".

De Vido y el tardío adiós al aguantadero

LA NACIÓN

FERNANDO LABORDA

La decisión de la Cámara de Diputados de dejar de actuar como aguantadero y permitir que la Justicia pueda allanar la casa y las oficinas de Julio De Vido llegó muy tarde. Sin embargo, no deja de ser un gesto político relevante. También lo son el hecho de que apenas 49 diputados hayan defendido al ex ministro de Planificación y las fugas que se vienen produciendo en el bloque del Frente para la Victoria, indicadores del acelerado proceso de deskirchnerización que vive el peronismo.

Dirigentes que pocas semanas atrás reivindicaban el liderazgo de Cristina Kirchner hoy admiten, en medio de la desazón causada por las sucesivas imágenes de los escándalos, que identificarse como kirchneristas equivale a bajarse el precio. Ahora, todos ellos pretenden ser vistos exclusivamente como hombres del peronismo.

Deberían recordar que si bien el kirchnerismo es una fase histórica más dentro del movimiento fundado por Juan Domingo Perón, Néstor Kirchner y especialmente Cristina pretendieron liderar una fuerza propia que trascendiera al peronismo, hasta jubilarlo.

Hoy, los distanciamientos del kirchnerismo están a la orden del día hasta en caudillos de provincias cuyas arcas se nutrieron de la discrecionalidad de los Kirchner para administrar los recursos. La última deserción fue la de legisladores y dirigentes del Movimiento Evita, entre quienes se escuchan pedidos de autocrítica y diferencias con la carta publicada por Cristina Kirchner tan pronto como se conoció la detención de su secretario de Obras Públicas José López. "Todos sabemos que en un sistema capitalista la corrupción es estructural. Pero eso no puede restarles responsabilidad a los funcionarios ni permitirnos decir que Lopecito es un infiltrado", dijeron fuentes de ese sector.

El mensaje con el que hoy coinciden distintos referentes del peronismo que hasta hace poco se resistían a abandonar el kirchnerismo es que, con Cristina Kirchner como líder, en las elecciones del próximo año podrían estar peleando votos con las tradicionales fuerzas izquierdistas, que rara vez superan el cinco por ciento de los sufragios.

Es ése el sentir que impera en la mayoría del peronismo hoy, más allá de la efímera estrategia planteada por quienes intentaron mostrar a José López como una simple oveja descarriada. Entre ellos el propio De Vido, quien en las últimas horas se desmintió a sí mismo, al afirmar que el ex secretario de Obras Públicas nunca fue su "mano derecha", aunque él mismo lo haya presentado de esa manera en un acto público realizado el año pasado.

Una de las máximas del gobierno kirchnerista fue que si se robaba nadie debía notarlo, y si se notaba, que nadie lo pudiera probar. Si ninguna de las dos cosas era posible, el funcionario en cuestión debía irse, pero no por corrupto, sino por chambón. Esta regla se aplicó al pie de la letra con la ex ministra de Economía Felisa Miceli por la famosa bolsa con dólares que olvidó en su baño del Palacio de Hacienda.

Frente al caso López, el kirchnerismo encuentra demasiadas dificultades para persuadir a la sociedad de que se trató de un hecho de corrupción tan inesperado como aislado. Ha sido claramente el producto de una corrupción sistémica. Y en el remotísimo supuesto de que López haya actuado solo, habría que condenar por chambones a quienes por 12 años lo sostuvieron al frente de la obra pública después de soportarlo 10 años en Santa Cruz.


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