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Ricardo Alonso: brujería tecnológica
08/02/2016
El Tribuno

Ricardo Alonso

Algunas décadas atrás los diarios de Salta reflejaban una interesante polémica entre un ingeniero apellidado Castro Zinny y el geólogo platense radicado en Salta Domingo Jakúlica. 

El tal Castro Zinny había descubierto, siguiendo vaya a saber qué método paracientífico, que debajo de la Catedral de Salta ­había un yacimiento de petróleo! Los periodistas se hicieron eco en los diarios de la época de este "sensacional hallazgo" y el ya famoso ingeniero avanzó más todavía diciendo que había que perforar un pozo allí mismo para demostrar su hallazgo. Al arzobispo no le hizo ninguna gracia el particular anuncio. 

Para entonces, Jakúlica enseñaba geología del petróleo en la vieja Facultad de Ciencias Naturales de Salta, dependiente de la Universidad Nacional de Tucumán, y fiel polemista como era, le salió al cruce al mentado rabdomante moderno. Dado que el ingeniero sostenía que había una caótica corriente de electrones que le indicaban la presencia de los hidrocarburos -justo debajo de la catedral-, Jakúlica se encargó de refutar cada uno de los argumentos esgrimidos y finalizaba diciendo que el único desorden de electrones que él vislumbraba estaba justo debajo del ­sombrero de Castro Zinny! La cosa no pasó de una escaramuza dialéctica y hoy, salvo que el periodista e historiador Luis Borelli descubra la información en los viejos periódicos, esto se queda en una anécdota desconocida para las nuevas generaciones. 

La búsqueda de minerales

La cuestión de la búsqueda de riquezas del subsuelo por vía sensorial, especialmente de minerales metalíferos, viene desde muy antiguo. Precisamente el libro de Agrícola titulado De Re Metallica (1556), del cual se conserva un ejemplar original en la biblioteca del convento San Francisco de Salta, tiene una litografía que muestra a un minero de la antigua Germania portando la varita adivinatoria para la búsqueda de metales escondidos. Ya en el siglo XVIII, fray Benito Jerónimo Feijoo, en su famosa obra Teatro Crítico Universal, realizó un ataque demoledor sobre las actividades de rabdomantes y zahoríes. Comenta que para entonces el uso de la vara adivinatoria había degenerado al punto que se la utilizaba para dar con delincuentes, marcar límites de campos y hasta cita que hubo un mentecato que pagó dos escudos para que le dijeran si la mujer con que quería casarse era doncella.

Lo cierto es que los rabdomantes, que más tarde evolucionaron a radiestesistas, probos en el uso de varas de sauce o avellano, varas metálicas, péndulos de innumerables tipos y formas, siguieron con sus actividades adivinatorias en búsqueda de tesoros enterrados o de minerales, agua y petróleo. Lo más común es la búsqueda de agua subterránea y muchos finqueros desesperados por esa necesidad vital caen en manos de estos personajes que solo aciertan cuando no hay posibilidad de errar. O sea descubren agua donde por otros métodos técnicos se sabe de su existencia. Los desarrollos de la geofísica moderna suplen con creces todas esas posturas adivinatorias mediante el reemplazo por los métodos científicos. 


Agua o petróleo

La idea de escribir este artículo surgió ante el encuentro fortuito de un aviso periodístico publicado en el viejo diario salteño "La Voz del Norte" del 13 de julio de 1924. El recorte original, junto a otros de época, está pegado en un exhibidor del café Don Welindo, en el microcentro salteño. El aviso se titula "Agua o petróleo" y lleva como subtítulo llamativo y atrapante ¿Habrá en sus fincas? ¿Quiere averiguarlo? Era la década de 1920. Obviamente la expansión de la incipiente frontera agrícola ganadera, sea en el Valle Calchaquí con los viñedos, en el Valle de Lerma con tabaco y hortalizas o en el Valle de Siancas con cañaverales y frutales, e incluso más allá hacia el Chaco, convertían al agua subterránea en un preciado tesoro. Los rabdomantes seguramente eran muy requeridos para estas tareas. 

Pero por otro lado estaba el petróleo. YPF se había fundado algunos años antes y ya Enrique Mosconi había establecido contactos para la compra de los yacimientos de la Quebrada de Galarza que explotaba el español don Francisco Tobar. A su vez, la Standard Oil Company iniciaba una agresiva exploración de gran parte del territorio selvático salteño en busca de petróleo. Empezaría una fuerte puja de intereses, donde nadie quedó ajeno en aquellos años. Corrieron ríos de tinta periodísticos, políticos y en escritos jurídicos sobre quién era el dueño del recurso hidrocarburífero; para unos la nación y para otros obviamente la provincia. El tema es que todos querían saber si sus campos contenían petróleo y ver si podían venderlo o recibir regalías por su presencia. De allí que se explique este curioso aviso que indicaba dirigirse a un tal R. Palau y Cía., de Buenos Aires o a su representante local el señor José Molins, con oficinas en la calle Buenos Aires 277 de la ciudad de Salta. Llamaban la atención en el sentido de que los estudios los hacía personalmente el señor Palau y que llevaban ya 12 años de éxitos en Argentina, Uruguay y Brasil.

El meollo de la historia era el "Bathidroscopio", al que describían como un aparato científico de alta presión; aunque tal vez hayan querido decir precisión. La etimología de este raro invento venía a significar algo así como "que ve el agua en profundidad". Lo curioso es que no solamente se animaban a señalar que con el aparato estaban en condiciones de probar la presencia de agua o petróleo en el lugar, sino que además podían afirmar a que profundidad se encontraba, cuál era el caudal aproximado que podían rendir los futuros pozos, y aún más si esas aguas o el petróleo "serán surgentes, ascendentes o freáticas". Una síntesis perfecta. Ni aún hoy con todos los avances geofísicos, digitales e informáticos se puede llegar a saber todo lo que allí se planteaba como asegurado gracias al uso del extraño bathidroscopio.

Por supuesto y desde que se tiene uso de razón no podía faltar la engañosa leyenda, todavía en boga, acerca de que si no es de su satisfacción le devolvemos el dinero. Terminaba el aviso aleccionando al finquero a pensarlo bien, ya que podía convertir en fértiles y ricos sus campos áridos y pobres. Lo cierto es que el bathidroscopio existió y su inventor fue un presbítero español llamado Ignacio Calvo y Sánchez (1864-1930), quien lo desarrolló en 1913. Los diarios de la época lo muestran como un pequeño cajón de madera sobre un trípode, a medio metro del suelo.

Al parecer fue muy popular en la Argentina en las primeras décadas del siglo XX y fue introducido desde España por Abdón Corcín. Este Abdón Corcín también era cura y asistió espiritualmente en Uruguay a unos reos condenados a fusilamiento. Más tarde se habría radicado en Argentina y habría sido el propulsor del uso del artilugio de marras.


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